Hanal Pixan: Alimento de las Ánimas

Fusión de dos culturas:
El Hanal Pixan es la celebración en la que se ofrenda comida y bebida a las ánimas de los fieles difuntos en Yucatán. Es el rito más importante de esta ceremonia practicada por la mayoría de las familias de la entidad. Realizada para honrar a nuestros ancestros, para establecer y mantener el vínculo entre vivos y muertos. La heredamos de nuestros padres y abuelos, quienes nos enseñaron la costumbre de respetar y recordar a los que se nos han adelantado en el camino.
El Hanal Pixan es celebrado por los yucatecos de todas las posiciones socioeconómicas, preferencias políticas, niveles educativos y credos. En el medio rural es una tradición viviente, los altares están es cada casa, el olor de las ofrendas aromatiza los pueblos, los rezos y las letanías los invaden de murmullos y las velas iluminan el paso de las ánimas. En las ciudades, los altares también están presentes, aunque con variaciones.

Hanal Pixan

Las familias decoran los altares según sus posibilidades económicas y apetencias culinarias, y así, por ejemplo, las flores silvestres tradicionales son sustituidas por gladiolas, claveles y crisantemos; los dulces, por pasteles y donas glaseadas; el atole y el balché, por vinos y licores. Hay familias que no elaboran sus altares pero no por ello dejan de celebrar estos días con una gran reunión familiar comiendo mucbil pollos y toda la gama de platillos que componen la tradición culinaria del Hanal Pixan.

Los mayas

La muerte es una constante en el pensamiento humano. Desde los tiempos más remotos, explicar el hecho natural de morir, intrigó y atemorizó a la humanidad. La fe y las teologías de distintas épocas le dieron explicación mediante cosmogonías en las que la muerte perdió su función terminal, de la nada, para convertirse en una esperanza de existir, en un cambio de sustancia con otra vida en un más allá.

Los mayas concebían el tiempo en forma cíclica, concepto fundamentado en el eterno movimiento del sol, la luna y los cuerpos celestes. Lo consideraban un atributo de los dioses, pues ellos lo llevaban a cuestas.

Tenían ciclos cortos, como el Winal, de 20 días, y otros largos, como la llamada Rueda Calendárica, resultado de combinar el calendario sagrado llamado Tsolk’iin de 260 días (13 numerales por 20 nombres), con el Ja’ab o año solar, de 365 (18 meses por 20 días, y un período de 5 días considerados aciagos). En este engranaje, de 52 años en total, las fechas no se repetían sino hasta iniciar un nuevo ciclo.

Esta concepción estaba ligada a un espacio universal en el que tenía lugar el fluir infinito del tiempo. Estaba constituido por la tierra, que era un plano rectangular, con trece planos celestes por arriba y nueve mundos inferiores por abajo. En el centro había una ceiba (Ceiba Pentandral), el Ya’axche’, sagrado y primigenio árbol verde de la vida, que atravesaba todos los espacios, uniéndolos entre sí.

Cosmovisión Maya

Creían en un solo dios llamado Junab K’uj, creador de los cielos, la tierra y de todo lo existente en esta vida. En las esquinas del mundo estaban los Bacabes sosteniéndolo, cada uno con sus características propias: al norte estaba Xaman y su color era el blanco; al sur, Nojol, de color amarillo; al este, Lak’in, con su color rojo; y al oeste Chik’in, al que le correspondía el color negro.
Los trece espacios celestiales eran llamados Óoxlajuntik’uj, y correspondían a las ramas superiores más frondosas de la ceiba, a cuya sombra se gozaba de frescura y descanso eterno. Cada uno estaba regido por una deidad. Las raíces gruesas y profundas del Ya’axche’ conducían a los nueve mundos inferiores o Bolontik’uj, cada uno vigilado por su guardián protector.

Éste era el lugar en el que los ciclos de los humanos se enlazaban a las secuencias divinas que regían sus destinos. El recorrido del sol, principio de vida y movimiento: asciende del oriente iluminando los cielos hasta ocultarse por el poniente, y penetra en el inframundo convertido en jaguar para luchar contra las fuerzas de la oscuridad durante la noche, y renacer triunfante una vez más, y otra, y otra, y otra. Esta cosmovisión estuvo y está presente en la cultura maya; normó la economía de la vida cotidiana, los saberes, las fiestas y sus rituales, el culto a los dioses, la simbología del arte y la arquitectura.

Para los mayas, la vida humana estaba constituida por el Pixan, regalo que los dioses entregaban al hombre desde el momento en que era engendrado; este fluído vital determinaba el vigor y la energía del individuo, era una fuerza que condicionaba la conducta de cada hombre y las características de su vida futura. El elemento que viajaría al inframundo al sobrevenir la muerte física.
Creían que el mundo de los vivos, el de los muertos y el de los dioses, estaban unidos por caminos en forma de serpientes fantásticas por donde transitaban las ánimas. Estos lazos eran fervorosamente mantenidos mediante ritos propiciatorios, rezos y plegarias. Conducían a los difuntos hasta el cielo correspondiente, y eran también el camino de retorno desde su lugar junto a los dioses hasta su resurrección en el vientre de las mujeres embarazadas. Los guerreros muertos en batalla, las mujeres fallecidas durante el parto, los sacerdotes, los sacrificados y los miembros de la élite social, viajaban al cielo más alto y paradisiaco. El suicidio era una forma segura de pasar a mejor vida; un cielo con muchos deleites, regido por la diosa Ixtab esperaba al tránsfuga de este mundo.
Las ánimas en pena o el ánima sola habitaban en el Mitnal, (Xibalbaj en el Popol Vuh), el plano más profundo del Bolontik’uj; para llegar a él descendían por las raíces del Ya’axche’ hasta las aguas de un cenote que las conducía a las entrañas del lugar donde las sombras se desvanecen, territorio custodiado por los dioses Aj Puch, Yuum Kíimil y Kisin.

Los mayas recibían la muerte como un evento natural. Apenas fallecía un individuo se le amortajaba y, para evitar la falta de alimento en su otra vida, se le ponía en la boca masa de maíz molido. En su tumba, se colocaban junto a él ofrendas que mostraran su rango social, oficio y sexo, así como sus pertenencias. Si era guerrero se le ponían sus armas; si era sacerdote, sus libros sagrados, sus cuentas para predecir el futuro; si era mujer, las piedras para moler maíz y sus herramientas para tejer. Además se enterraba a un perro que guiaría al Pixan de su amos en el azaroso viaje a la eternidad. De día, los deudos lloraban al difunto en silencio, y de noche, lo hacían con gritos y lamentos.

El paso de la vida a la muerte era difícil y delicado. Se creía que las almas de los muertos no abandonaban la tierra inmediatamente después del deceso. Permanecían entre sus familiares llevando la vida de costumbre sin darse cuenta de su cambio de estado. La revelación de lo ocurrido tenía lugar días después y hasta entonces el alma emprendía el viaje al lugar que le correspondiera. Este trance se prolongaba con las almas de los adultos, las cuales se resistían a dejar el cuerpo por temor a los Okol Pixan o ladrones de almas, que rondaban en los momentos de agonía; este peligro era sorteado mediante la presencia de un Aj K’iin para auxiliar al moribundo poniéndolo bajo la protección de Junab K’uj. Cuando la agonía se prolongaba demasiado, un familiar le daba al difunto doce azotes suaves con una soga para aligerar la partida del alma que al desprenderse del cuerpo salía de la casa por las pequeñas aberturas de los extremos del jo’olnaj che’ o viga mayor.

A los muertos comunes y sin rango se les sepultaba bajo el piso de sus casas o en la parte trasera de éstas, que posteriormente eran abandonadas por los familiares.
Por el contrario, los señores y gobernantes eran enterrados en hermosas tumbas -algunas de ellas de la más exquisita arquitectura en cuyas paredes, la pintura y la escultura contaban las historias de las dinastías y los linajes sagrados. Sus rostros eran cubiertos con máscaras de mosaico de jade, símbolo de abundancia y vida. Los nobles, los guerreros y los sacerdotes prestigiados socialmente, eran incinerados y sus cenizas se depositaban en urnas de barro en forma de ollas o figurillas. 0 bien se les cercenaba la cabeza para reverenciarla. Ésta se cocía, se descoronaba y se partía en dos, aserrándola de lado a lado. La parte frontal se pintaba con betún o era modelada con los rasgos del difunto en los espacios vacíos, decorándola con piedras preciosas. Estos cráneos se custodiaban en los altares familiares cuyo diseño reproducía la forma del Universo.

La mesas de los altares era el plano rectangular que representaba a la tierra; sus soportes -los bacabes- eran cuatro horquetas que se prolongaban por encima de este plano y se amarraban con corteza de árboles, haciéndolas convergir en el centro de la mesa. En ella se depositaba copal, agua, sal, fuego, miel, maíz, cacao, baálche’, pozole, semillas, frutas, plumas, piedras preciosas, algodón y cera, ofrendas benditas para propiciar el feliz encuentro de los Pixanes con la Madre Tierra.

Los Españoles

En la primera mitad del siglo XVI tuvo lugar el suceso que afectó dramáticamente a todas las culturas mesoamericanas: la Conquista política y espiritual de los antiguos mexicanos.

Las provincias mayas fueron sometidas por los conquistadores europeos que merodeaban estas tierras desde 1517. Las crónicas nativas registran el evento. « … Así, también, dijeron nuestro gran señor Ah Nahum Pech, Don Francisco de Montejo Pech, y Don Juan Pech, como fueron nombrados cuando les entró el agua en sus cabezas por los padres. Y el Adelantado es el capitán que vino cuando llegaron aquí, a la tierra de Yocol-Petén, que fue nombrada de Yucatán por nuestros primeros amos, los españoles». (Historia y Crónicas de Chac-Xulub-Chen).
Los nuevos señores trajeron esclavitud y persecución imponiendo sus creencias y pesadas cargas tributarias. La religión y los dioses nativos fueron proscritos por los demoniacos. La evangelización fue implacable; tomó los caminos de la crueldad y la violencia, así como las vías más sutiles de la dominación espiritual. Los autos de fe, la horca, la hoguera, las orejas cortadas y los sambenitos fueron insuficientes. Entonces los religiosos aprendieron la lengua y estudiaron la cultura, la historia y la medicina nativas para encontrar la fórmula que acabara para siempre con las idolatrías. Fue inútil, la cosmovisión maya pervivía.
Los rituales se escondieron en las cuevas, se practicaban en la soledad de las milpas, e incluso en los mismos templos cristianos en cuyos cimientos yacían los mayas. A pesar de la tenacidad de la política de dominación, las creencias nativas nunca desaparecieron, fueron mezclándose con las cristianas.

La sociedad resultante de aquella conquista fue una amalgama de culturas, creencias, saberes y distintos colores de piel. Para el siglo XVIII, la manera en que los mayas concebían el mundo era un producto mestizo, en cuya matriz cultural se amalgamaron las creencias importadas. La ideología de los conquistadores modificó ritos y cosmovisión; los conceptos sobre la muerte, se transformaron al contacto con las ideas que imponían los vencedores.
Los españoles creían en el concepto occidental judeo-cristiano del tiempo lineal. Comenzaba con la Creación Divina, y a partir de ahí todo se sucedía sin retorno ni repetición: los siete días de la Creación; el nacimiento de Cristo, que dividió la historia en un antes y un después; la consumación de los siglos con la segunda venida de Jesucristo y el Juicio Final.
La prolongación católica de la vida en el más allá coincidió con la maya, si bien sustancialmente transformada. Los trece cielos y los nueve infiernos, espacios a los que iban los muertos en la cosmovisión maya, se redujeron a dos: la Gloria y el infierno. El lugar que les correspondía ya no sería determinado por la manera de morir o por el grupo social u oficio, sino por la conducta en vida, es decir, por las buenas y malas acciones que se hubiesen realizado. Las ánimas ya no recorrían un largo y penoso camino para ir a los cielos o a los infiernos; en consecuencia, tampoco se enterraban junto a los difuntos los elementos necesarios para poder llegar a la frondosa ceiba, o librarse del temido Mitnal.

Junab K’uj se convirtió en Dios Padre, los cuatro Bacabes, en Jesucristo, y el dios de los viajeros, Ek’Chua, en el Espíritu Santo. Los sacrificios humanos fueron sustituidos por el de Jesucristo en la Cruz: la herida en el costado, ocasionada por los romanos, fue interpretada como que éstos le arrancaron el corazón en ofrecimiento a los dioses. Las cuatro esquinas del mundo se materializaron en la Cruz de colores: el norte, blanco, era la cabeza de Jesucristo; el este en color rojo, y el oeste en negro, eran sus brazos; el sur en color amarillo, sus pies; y el verde del árbol de la vida, su cuerpo.
El entierro devino en la ceremonia mortuoria para todos. La cremación fue prohibida para no exterminar el cuerpo tan necesario para el Día del Juicio Final. El retorno a la vida se convirtió en un imposible, no había reencarnación. En esta nueva cosmogonía, todas las almas de los difuntos, exceptuando a los que iban al infierno, regresaban en forma esencial a la tierra una vez al año, por un lapso de 8 días, para permanecer con sus familiares y amigos. Esta creencia dio origen a la celebración el día de fieles difuntos.

En cada casa se improvisaba un altar en el que se ponía una cruz verde, simbolizando el Ya’axche’; una vela encendida, cuatro jícaras de atole nuevo, una en cada esquina del altar, y una quinta en el centro, que representaba a los puntos cardinales y a la ceiba. Siete montones de trece tortillas cada uno, que recordaban los numerales del calendario Tsol k’iin; y cuatro recipientes con carne de puerco o pavo guisados en achiote (Bixa Orellana) o en chilmole. Y como en otras ceremonias, en total se procuraba colocar en el altar veintidos ofrendas en honor a los 13 dioses del Óoxlajuntik’uj y a los nueve del Bolontik’uj. La celebración consistía en agasajar con comida, bebida y rezos a las almas de los familiares y amigos fallecidos; el primer día a los niños y el segundo a los adultos.
Las almas infantiles llegaban en la madrugada, por lo que se les encendía una vela en sus tumbas para que vieran bien su camino. Eran recibidas con un de áak’ sa’ y chakbil-nal. Por la tarde se les ofrendaban platillos especiales como chakbil kaax kaabil k’úum, yuca (Manihot Esculenta) con miel de abeja, atole nuevo, táanchukwa’, iswaaj y otras golosinas, que eran repartidas entre los asistentes y compartidas con los vecinos cuando terminaban los rezos.
Los adultos también llegaban por la madrugada y eran agasajados de igual manera que los niños. Sus tumbas eran limpiadas y decoradas con flores chaksi’ink’in (Caesalpinia cherrimal), pero no se les encendían velas por creer que las almas mayores sí veían su camino. Tanto en el día de los niños como en el de los adultos, se llenaba una jícara con un poco de la comida y la bebida ofrendadas para colocarla en un ch’uyub pendiente de la entrada de la casa, destinada al ánima sola que no tiene quien la recuerde.
Al finalizar su estancia en la Tierra, las ánimas eran despedidas con igual fervor y una nueva ofrenda de ricos manjares y golosinas. El séptimo día, a las «almitas», y en la octava u ochavario, a los mayores. Entre los platillos que se ofrendaban en esos dos días estaban incluidos los llamados pibil kaax, pibil k’éek’en y pibil kuuts, grandes tamales píib, es decir, cocidos bajo la tierra, de masa coloreada y condimentada con achiote, rellenos de carne de gallina, puerco o pavo de monte.

Fuentes:

Transcripción de Hanal Pixan: Alimento de las Ánimas por Valerio Buenfil , Teresa Ramayo y Juan Carlos Rodríguez


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